La contaminación presente en nuestras ciudades nos hace esclavos de calles llenas de polución y ruido. La salud se quiere esconder y proteger de tales agresiones, pero ve como su entorno y el refugio de su hogar se convierten en territorios cada día más transitados y hostiles.
Gritar quiere, pero el ruido de fondo acalla su lamento. Las mañanas, tardes y noches se convierten en un grito mayor, molesto y constante del progreso.
Anteriormente, la industrialización y el ferrocarril fueron los que trajeron prosperidad y el incremento exponencial del número de habitantes de las zonas urbanas. Ahora, vemos como la globalización y sus efectos hace incesante su incremento temporal o permanente.
A esa capacidad de concentración de gente no le acompaña la necesaria regulación que evite el dislate de actividades convergentes en nuestras calles. Aquel puente levadizo que llevaba a la puerta de entrada a las ciudades amuralladas ha quedado como punto minúsculo delimitado por los pequeños y angostos cascos históricos cada día más degradados.
La urbe se ha extendido como onda causada por la caída de una piedra sobre el agua estancada. Radial y extensa se amplía la ciudad. Esta ola no la hemos sabido contener y así evitar su agresión. Como tsunami, su molestia ha arrasado con cuantos viven en las actuales ciudades del siglo XXI.